martes, 8 de diciembre de 2009

Camilleri y Montalbano imponen las reglas


“¿Qué significa libro de misterio? ¿Qué significa novela policiaca? A mí no me gustan las etiquetas” se queja la señora Clementina Vazzile. El hombre que la escucha coincide con ella. Es un sujeto que aprovecha cualquier ocasión para criticar los guiones de Hollywood que gastan más balas que neuronas, o los libros policiacos de saldo que contienen demasiados cadáveres y muy poca literatura. El hombre que conversa con la señora Vazzile es un ferviente lector de Borges, de Sciascia, de Shakespeare, de Hammett. Es capaz de silbar de memoria la Octava Sinfonía de Schubert… y es además el protagonista de una de las sagas literarias más leídas de los últimos tiempos: el comisario Salvo Montalbano.

Si seguimos la idea pirandelliana de que los personajes buscan a su autor, podemos decir que el comisario Montalbano encontró quién lo escribiese hacia 1994. El elegido fue Andrea Camilleri, siciliano nacido en 1925 en Porto Empedocle, provincia de Agrigento. En el momento en que comenzó a contar las historias de Montalbano, Camilleri había trabajado durante cuarenta años como guionista de televisión y como director de teatro. Había adaptado para la pantalla las novelas de Georges Simenon. Además conocía la vida en Sicilia y era un especialista en literatura y arte dramático… es decir, estaba más que preparado para narrar, con mucho sentido del humor, la vida de un comisario complejo a quien no le importa pasar por encima de la ley para resolver un problema.

La tarea no era sencilla: Montalbano habría de desenvolverse en Vigatà, imaginaria población de la ficticia provincia de Montelusa, en Sicilia. Un territorio en disputa entre dos familias de la mafia: los Cuffaro y los Sinagra. El saldo de esa rivalidad es una escalada de muertes que llegan a ser parte de la cotidianidad de la región. Así, en El primer caso de Montalbano (Salamandra, 2006) vemos a un recién nombrado comisario incapaz de echar a andar los mecanismos de procuración de justicia. Rebasado por las circunstancias y por la corrupción que priva entre funcionarios y elementos de los cuerpos policiacos, entiende que debe imponer sus propias reglas.

Esta situación se agrava en La forma del agua (Salamandra, 2003). Como el resto de las novelas de Camilleri, deja en claro que la verdad y la justicia suelen correr por caminos distintos. A lo largo del libro el narrador nos ofrece diferentes explicaciones acerca de la muerte de un poderoso hombre de negocios que fallece en circunstancias tan bochornosas como enigmáticas. Tal como el agua toma la forma del envase que la contiene, los enigmas se amoldan a la hipótesis que en su momento aparece como la mejor. Sin embargo, cada nuevo indicio modifica el escenario y la versión vigente se derrumba ante el peso de otra más compleja. Al terminar la novela es inevitable preguntarse ¿hemos llegado a la última explicación o estamos en uno más de los rizos de la espiral?

Quizá como resultado de la actividad de Camilleri como guionista, sus obras están construidas sobre pasajes cortos con abundantes diálogos. En El perro de terracota (Salamandra, 2003) hay otro salto: la vida y sus misterios rebasan a las incógnitas meramente policiales. El enigma de este libro tiene que ver con el descubrimiento de una cueva que esconde un arsenal clandestino. En un doble fondo se hallan los cadáveres de una pareja de adolescentes, y es evidente que llevan décadas allí. Hay misterio, sí, pero jurídicamente ya no tiene sentido rastrear al criminal. Es más, ni siquiera se sabe si se trata de un crimen. Así, Camilleri se aleja de la novela policiaca al estilo Conan Doyle, pues el investigador no es un virtuoso de la lógica y del razonamiento. Montalbano es inteligente, pero no es Sherlock Holmes: hay momentos en que las pesquisas avanzan sólo empujadas por el azar o por una sombra de intuición. Si Montalbano impone sus propias reglas, Camilleri también. Y el resultado es que las historias dejan de ser meros rompecabezas para adquirir la estatura de la literatura más entrañable, universal.

Otro elemento enriquecedor es la amistad del comisario Montalbano con el periodista Niccolò Zito. Atestiguar el abismo que hay entre lo que dicen los noticieros y lo que en realidad sucede nos hace cuestionar nuestro entorno inmediato. En Vigatà, las conferencias de prensa y los periódicos suelen contener señuelos o versiones oficiales destinadas a habilitar conductas delictivas llevadas a cabo por quienes debieran evitarlas. De allí que en novelas como La voz del violín (Salamandra, 2002) o El ladrón de meriendas (Salamandra, 2003) el antagonista de Montalbano sean los nuevos mandos policiacos que, lejos de actuar con cautela, desatan tiroteos en los que mueren inocentes.

Como el propio Camilleri lo ha dicho, que Montalbano se apellide así es un homenaje a Manuel Vázquez Montalbán. No es raro que en más de una ocasión el comisario aparezca en las novelas “leyendo a un escritor barcelonés que lo intriga enormemente”. Además, el autor rinde tributo a los espíritus tutelares de su literatura: los personajes citan mucho a Leonardo Sciascia, y no hay novela en la saga Montalbano en que no aparezca por lo menos una vez el nombre de Luigi Pirandello. Camilleri ha asimilado muy bien las lecciones de los sicilianos y consigue un hábil equilibrio entre la invención y las referencias culturales ancladas en el mundo real (la historia de la mafia, la presencia del Islam en Sicilia, la Guerra Mundial). Mediante los procedimientos perfeccionados por Pirandello, difumina la barrera entre ficción y realidad. Tan es así, que seguro que a ninguno de sus lectores nos extrañaría toparnos frente a frente con Montalbano en alguna librería: quizá estaría hurgando en la sección de novelas policiacas, despotricando contra las etiquetas, pues aunque hay historias que tienen muchos cadáveres y poco arte, también es cierto que bajo el sello de novela policiaca se ha escrito mucha de la mejor literatura.

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